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Insufribles paradojas de la cubanía


Por Hans Carrillo Guach



Estar fuera de Cuba posibilita otros catalejos para reflexionar sobre lo que somos en cuanto seres culturales. Diría que nos ayuda a redescubrir y valorizar nuestra singularidad en medio de otras singularidades; es decir, nuestra cubanía, entendiéndola en el exacto sentido descrito por Fernando Ortiz[1]. Para este notable cubano, la cubanía trasciende (no excluye) la referencia a un lugar de pertenencia, para involucrar peculiares formas de calidad de la cultura y condiciones plena, sentida, consciente y deseadas del alma, impregnadas de complejas ideas, emociones y actitudes.


Una vez alejado de las influencias del “mito de caverna” cubana, la impecabilidad del tiempo no tarda en mostrarnos los conflictos de una comprensión no tan acrítica de ese orgullo de sentirse cubano. Como el despertar en una mañana de conjuntivitis -en el que abrir los ojos te produce dolor-, en medio de ese orgullo también se asomaba el dolor que ha implicado ser y sentirse cubano. Y es que tal cubanía también lleva intrínseco realidades que transgreden un principio inalienable de cualquier cultura o ser humano: el respeto a la dignidad.


Es difícil sentir esa cubanía y enorgullecerse por ello, sin reconocer la dignidad de sus componentes. Amas ser cubano/a, entre otras cosas, porque consideras digno las actitudes, las emociones, ideas, significados, símbolos, costumbres, etc. que constituyen tus relaciones sociales en ese espacio de pertenencia que te vio nacer (o exterior a él). Y, hablando justamente de ese espacio, es que podemos entender mejor la esencia de algunos de esos conflictos.


La cubanía es un concepto relacional. Está entrelazado a otros conceptos como la nacionalidad, entendida comúnmente como vinculo de pertenencia a un territorio. Las manifestaciones culturales y de la condición plena, sentida, consciente y deseada del alma, que constituyen la cubanía, también relatan un lugar de pertenencia físico y espiritual, que no solo sustenta esa cubanía, sino que también acaba siendo definido por esta. De ahí, que sea espinoso sentir orgullo por esa cubanía que, al definirte, se supone que asumas la dignidad de sus componentes. Entre estos, ese lugar de pertenencia. ¿Cómo lidiar con una cubanía de la cual te enorgulleces, porque la asumes como digna, mientras su lugar de referencia te hace vivir y ver experiencias indignas, denigrantes?


Muchas vivencias pudiéramos narrar los cubanos y las cubanas de Cuba y del mundo para ejemplificar ese sentir. Desde vivencias más simples y naturalizadas hasta más complejas, difíciles y visibles.


Hablando de esas experiencias simples y naturalizadas, recuerdo varias que me estremecieron el entendimiento, pero, desgraciadamente, un poco tarde: una vez fuera de la caverna. Mientras estudiaba en Cuba no se me ocurrió que era normal reivindicar la lectura de ciertos textos en las asignaturas que iría a cursar. O cuestionar la aberración de los actos de repudio contra aquel que disentía del régimen cubano. Como muchos otros cubanos, en cierto momento creí que ciertos disidentes realmente eran enemigos y necesitaban tales tratos. Otros eran totalmente inadvertidos para mí. Posteriormente, tampoco me pasó por la mente que debía cuestionar la guardia supuestamente voluntaria a la que nos sometían en la Universidad de Matanzas, siendo contratado como profesor. Igualmente, no se me ocurrió objetar, por ejemplo, el humillante servicio del comedor de dicha Universidad al que, inclusive, algunos colegas estaban obligados a utilizar día y noche, en el intento por ahorrar la comida que tenían en sus casas para el resto de sus familiares. Siempre me dije: “por lo menos tenemos algo por un bajo precio mientras millones de personas en el mundo ni siquiera tienen esto”. Y, en esos millones, yo incluía hasta otras universidades imaginándome que los estudiantes y profesores debían pagar caro por un almuerzo. ¡Qué ingenuidad!


Al ver el mundo exterior a Cuba sentí vergüenza por algunas experiencias vividas. En una sala de 10 m2 de la Universidad de Brasilia, Brasil, descubrí la existencia de diversos espectros políticos dialogando con argumentos y sin repudio. Descubrí, entre muchas otras cosas, que tienes derecho a cuestionar/sugerir la bibliografía de las asignaturas y que los profesores no tienen que hacer guardia, porque para eso no les pagan. ¡Ahhh!, se me olvidaba, descubrí que una universidad pública puede ofrecer mejor servicio en sus comedores de forma gratis y/o con bajos precios.


Todavía recuerdo el shock cognitivo que me causó ese último descubrimiento en el Restaurante Universitario de la Universidad de Brasilia. Una amiga alemana, Alena, cogió su plato para servirse el almuerzo. Antes de ello, se vira para su lado izquierdo y le dice a una funcionaria: “señora, el plato está sucio. ¿Podría retirarlo?” Dicha señora le pide disculpas, le alcanza otro plato y le retira el que tenía; ambas sonríen. ¡No entendí nada! Primero, asumí la actitud de Alena como un exagero. Segundo, no entendí por qué la funcionaria tendría que pedirle disculpas, alcanzarle otro plato y, además, producirse una mutua sonrisa.


Cuando nos sentamos en la mesa le pregunto a Alena el porqué de su reclamo. Le sorprende mi pregunta y, con total naturalidad, me responde: “es normal en Alemania y en todos los países donde he estado -más de 10 con solo 22 años-, que los platos estén limpios”. Ahí recordé los tantos años que llevaba comiendo en aquellas bandejas de plástico o aluminio llenas de grasa y a veces hasta con restos de comida. Era normal aquello. Y si reclamabas, no demoraba en llegar una sanción normalizadora que al momento te convertía en hereje.


Y así, con el pasar del tiempo vas descubriendo que ser cubano tiene sus lados oscuros, porque, queriendo o no, ese lugar de referencia también acaba influyendo en tu cubanía; es decir, en las ideas, emociones y actitudes que la configuran. Inclusive, descubres que los chistes de Pánfilo sobre los cubanos en los hoteles de Varadero son, además, una cortina de humor para encubrir la crueldad y la deshonra de una realidad. Pero, lo más cruel, es ver que todo no se queda ahí y que esa realidad se expande hacia otros escenarios, con la amenaza de perseguirnos por más tiempo. Algunos hipócritas infelices dicen que hasta por 62 mil milenios. ¡Solavaya!


Y hablando de esos otros escenarios, al despertar en uno de estos días recientes, veo en las noticias una de esas vivencias difíciles y más visibles: Karla Pérez, una ciudadana cubana, negada de ejercer su pleno derecho a entrar al país donde nació. Imposible no revivir más intensamente ese sentimiento antagónico de orgullo y desencanto de ser cubano, al ver como unos pocos sujetos se apropian de Cuba y le sacrifican a Karla -y a otros/as cubanos/as- sus vínculos físicamente próximos con isla. Ser cubana, la ha traicionado. Sus profundas conexiones culturales y espirituales con ese terruño sufren una recóndita herida. Tal parece que no tiene límites el insoportable costo de esa nacionalidad en nuestras vidas personales.


No basta con que los nacionales cubanos tengan que pagar más caro que nadie la legalización de sus documentos escolares en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba -aproximadamente 1500 dólares por plan de estudio, notas y título. O que tengan que pagar obligatoriamente y bajo el cínico argumento del alto costo del papel -tampoco no son capaces de dispensar la entrada de nacionales en Cuba con otros pasaportes que no sea el cubano-, uno de los pasaportes más caros y con mayores limitaciones del mundo[2]. O que, después de pagar ese pasaporte tan caro y de sacrificar tu tiempo y estabilidad emocional para poder sacarlo y/o renovarlo cada 2 años -mayormente haciendo largas colas, esperando meses y/o recibiendo malos tratos-, también seas victimas de discriminación y/o desprecio en aerolíneas como Copa Airlines o en los aeropuertos de Panamá, Chile o Cuba, por el hecho de ser cubano.

Recuerdo una vez en la que viajando a Brasil intenté comprar un perfume en una de las tiendas del Duty Free de Panamá. Yo vestía un pullover de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) y la señora que me atendió debió pensar que era brasileño. Me recibió con una sonrisa y me explicó muy cortésmente las ofertas que tenían en ese momento. Saqué mi tarjetica de crédito para pagar el perfume, pero la cortesía duró hasta que le respondí que era cubano. El cambio en su rostro fue tan notable que me dio pena seguir mirándola de frente, cuando en realidad debía haberla enfrentado. Al regresar mi vista en su dirección, ya se había ido. Algo similar le ocurrió a un amigo cubano residente en México en un viaje académico a Chile, solo que, esta vez, el desprecio vino de una autoridad de migración.


Si analizamos todas estas experiencias (y otras), podemos identificar un denominador común: la nulidad de tu dignidad como nacional cubano -y hasta como ser humano en general. El gesto sonriente de la funcionaria del Restaurante Universitario fue una muestra de humildad, responsabilidad por el servicio prestado y de reconocimiento de la dignidad de mi amiga Alena. ¡Cuánto desee que esa misma actitud caracterizase el tratamiento en el Aeropuerto José Martí! El diálogo pacífico en todos los escenarios entre ideas diferentes y sin destierros o actos de repudio es otro ejemplo de respeto a la dignidad humana, además del pago justo por tus servicios prestados, el fácil acceso a eficientes servicios públicos y a una alimentación variada y suficiente. Es lo mínimo que nos debemos como nación y, no obstante, desde hace tiempo Cuba no lo ofrece.


Desde hace tiempo Cuba trata sin dignidad a la mayoría de sus hijos/as. Los/as obliga a sufrir la ruptura de sus vínculos físicos con su lugar de pertenencia, a torturar los vínculos espirituales y, encima de eso, los castiga por quedarse, irse y disentir. Los que se quedan, son castigados con mordazas y al excluirlos del disfrute de lo mejor de esa sociedad -alimentación, Hoteles, viajes nacionales, eficiente y suficiente transporte público, hospitales limpios y con buen trato -hoy disponibles apenas para extranjeros y altos dirigentes-, etc. Los que se van, son castigados al impedirles regresar o al cobrarles precios absurdos por los documentos migratorios -que tal parecen un antecedente penal- y/o por la legalización de sus documentos escolares. Incluso, hasta con amenazas de cobrarles impuestos por ingresos en el extranjero a los que tengan residencia en el exterior (Decreto-Ley 21)[3]. Todo esto, sin contar que también han sido castigados al estigmatizarlos como escorias, mientras sustentan la economía nacional con las remesas que de ellos provienen.


Dicho eso, ser y sentirse cubano o cubana no es tarea fácil. La manera con que Cuba trata a sus nacionales es un ejemplo de cómo descuidar, atropellar y desamparar a sus hijos, allá y acá de sus fronteras. Un ejemplo como de pisotear la dignidad de un pueblo en el día a día y, el vergonzoso caso de Karla, es otra gota de agua en la copa del desprestigio político de su gobierno. La señal que emiten es clara: la nacionalidad cubana no es respetada ni siquiera dentro de su propio territorio. ¿Con qué legitimidad se podrá exigir respeto fuera de él, si es que no le interesamos al gobierno que nos debe representar? ¿Serán esas realidades algunos de los motivos que explican los maltratos o la discriminación de cubanos en sus travesías internacionales -aeropuertos de Panamá, Chile, Cuba, Centros de detención de migrantes en México o los Estados Unidos?


No sabría responder fidedignamente esa última interrogante. Sin embargo, lo que sí parece claro es que, esa cubanía que honrosamente cargamos, que involucra valores, ideas, emociones, actitudes y condición plena, sentida, consciente y deseada del alma, aún arrastra la pesada carga de una nacionalidad que la opaca, reduce y deshonra. Una carga que, independientemente de nuestra voluntad, revela las insufribles paradojas de una cubanía.

[1] Ortiz, Fernando. Los factores humanos de la cubanidad. Perfiles de la Cultura Cubana, mayo-diciembre 02. [2] El precio para un residente en la isla es de 2500 pesos (mientras el salario mínimo es de 2100 pesos) y, para un cubano resiente en el exterior es de 5625 pesos ($ 234). Todo esto, sin contar los otros pagos relacionados con las inventadas prorrogas a cada 2 años (Resolución 48/2021 del Ministerio de Justicia). [3] Para más información, ver: https://eltoque.com/impuestos-cubanos-ingresos-extranjero-ordenamiento-monetario/


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